En la mente de Carl Jung
El inconsciente colectivo cumple 100 años, aunque al parecer lleva
funcionando desde el origen de los tiempos. La
idea la formuló Carl Jung en 1916, inspirado en el
inconsciente personal de Freud. Frente al creciente individualismo urbano, fue
invención campesina, del hijo de un párroco rural que creció al abrigo de los
bosques y las montañas.
El inconsciente colectivo es algo así como una patria común y
desconocida, se manifiesta aquí y allá, entonces y ahora, y es razonable pensar
que lo seguirá haciendo. Para desarrollar la idea, Jung, de quien Trotta acaba de culminar su Obra Completa en 18 volúmenes con la publicación de Investigaciones experimentales, utilizó el
concepto de arquetipo, una imagen que pertenece al tesoro compartido de la
humanidad, que sobrevuela los climas y las épocas y que, siendo arcaica y primordial,
puede adherirse al individuo sin pasar por una cultura particular.
El arquetipo es una imagen con alto contenido emocional que nos ayuda en
nuestra educación sentimental y a ordenar los tipos humanos. Ahora que las
emociones vuelven a estar de moda (quizá porque la hora del puritanismo ha
tocado a su fin, quizá porque resultan rentables en este capitalismo tardío que
nos ha tocado vivir), es buen momento para hablar de ellas.
El poder del arquetipo no radica únicamente en
la emoción, sino en que expresa al mismo tiempo un instinto biológico y
espiritual (desvelado en el símbolo). De ahí su vinculación con la imaginación
y su capacidad para raptar la voluntad. La tendencia humana a formar arquetipos
es tan natural como la de los pájaros a construir nidos.
Los arquetipos no se enseñan en las escuelas,
sino que venimos con ellos al mundo (el viejo tema del innatismo). Son la
expresión instintiva de la especie. Sus formas y figuras son interminables,
nunca llegaremos a comprenderlos del todo y, aunque llegásemos a
identificarlos, no agotaríamos sus significados. Se encuentran en las
mitologías, los cuentos y las leyendas antiguas, pero también en las fantasías
de hoy. Impresionan y fascinan porque pertenecen a la estructura heredada de la
psique y porque, en un nivel más profundo, son órganos de percepción psíquica
esenciales para el desarrollo espiritual.
Para Jung la sabiduría consiste en armonizar lo
consciente y lo inconsciente. Esa es la misión trascendente de la psique, el fin último
del individuo: la superación del yo y la conquista del sí mismo (Selbst). Una conciliación de los opuestos que encuentra
expresión simbólica en el Niño, el Círculo o el Mandala.
Jung no fue un escritor de la talla de Freud,
tampoco fue un filósofo o un teólogo, sino un médico preocupado por las afecciones
psíquicas. Consideraba que el alma era religiosa por naturaleza y que las
neurosis de la madurez se debían al olvido de esa condición original.
Como investigador científico, tenía prohibido
hablar de Dios, y aunque fue un disidente de las religiones dogmáticas, nunca
ocultó sus experiencias inmediatas con “algo que vive y permanece bajo el
eterno cambio”. Como William James, fue sensible a los abismos que acechan a la psique, al aspecto perturbador y
oscuro del inconsciente colectivo, que ponían de manifiesto que no siempre es
posible controlar el propio itinerario mental.
Individualmente, la personalidad se desarrolla
a partir de elementos inconscientes, mientras que en el ámbito histórico y
colectivo, lo inconsciente pugna por llegar a ser acontecimiento. Jung estaba
convencido de que el análisis de ambos procesos lo realizaba mejor el mito que
la ciencia, y en este sentido fue, en la era del positivismo, un defensor del
humanismo.
La psique, con sus hondos abismos y alturas
vertiginosas, aparece como un mundo inespacial que contiene una cantidad
incalculable de imágenes, condensadas orgánicamente durante millones de años de
evolución. Dentro de ese amplio panorama, la conciencia puede reconocer bien
poco, y lo inconsciente constituye una influencia poderosa que puede apoderarse
de la voluntad, arruinar la propia vida o transformar el mundo.
Podemos interpretarlas mejor o peor, pero no
podemos negar su influencia. Cuando Jung comprende que no puede tratar las
psicosis latentes si no entiende su simbolismo, se consagra al estudio de la
mitología.
Descubre una serie de verdades que le acompañarán el resto de
su vida: que el alma es
más complicada e impenetrable que el cuerpo, que el alma no es un problema
personal sino del mundo, que el peligro que a todos amenaza no proviene de la
naturaleza sino del hombre y que es imprescindible que el psicoterapeuta se
comprenda a sí mismo para curar al otro. En el análisis entra en liza todo el
hombre y en las grandes crisis no se puede nadar y guardar la ropa, el médico
ha de entregarse con todo su ser y en algunos casos no es posible la cura sin
renunciar a uno mismo.
Durante años estudiará a fondo la alquimia, así
como las tradiciones gnósticas y neoplatónicas. En ellas encontrará el
principio femenino que no halló en el mundo patriarcal de Freud. Entonces
constata que la psicología analítica concuerda con los mitos y arquetipos de la
tradición alquímica. Para Jung los sueños, las visiones y los
presentimientos no sólo
compensan y equilibran la actividad de la vigilia, sino que dialogan con una
“realidad” de la que no puede dar cuenta la causalidad física, sino que depende
de los procesos arquetípicos del inconsciente.
El tiempo deja de ser abstracto y homogéneo y,
como en Bergson, pasa a convertirse en una entidad cualitativa: épocas negras,
periodos brillantes. En el inconsciente colectivo se relaja la rigidez del
espacio y del tiempo, lo que hace posible el fenómeno de la sincronicidad, que
descubre tras el suicidio de un paciente y sobre el que profundizará en su
relación epistolar con el premio Nobel de Física Wolfgang Pauli (una amistad
que merecería un artículo aparte).
Como en la mecánica cuántica, entonces en
ciernes, la sincronicidad supone un cuestionamiento radical de las concepciones
tradicionales del espacio y el tiempo, hace posible que en lugares distantes
aparezcan los mismos símbolos o estados psíquicos de manera simultánea. Algo
que no es raro de observar en situaciones arquetípicas como la muerte.
Tras su enfermedad de 1944, Jung barajó la idea
de que alguien en otro mundo meditaba su forma terrena. Un presentimiento que
evoca ese “alguien me deletrea” del poema de Octavio Paz, o aquel chamán del cuento de Borges que intenta crear un
hombre soñándolo. Tuvo la sensación de que había alguien que adoptaba la forma
humana para adquirir una existencia tridimensional, “como quien se pone un
traje de buzo para sumergirse en el mar”. En otro lugar dirá: “No somos
nosotros los que hacemos un sueño o un
accidente, sino que surge de algún lugar a partir de sí mismo”. El inconsciente
era el generador de la persona empírica, siendo aquel el espíritu rector (lo
real) y éste una ilusión.
Cuando se aproximaba su muerte, Jung pudo
hablar con más libertad de sus visiones y, como los antiguos profetas, insistió
en su belleza e intensidad. ¿Es razonable pensar que fue un charlatán? Hay
indicios suficientes para responder negativamente a esta pregunta. Cuando
emergía de dichas experiencias, la ciencia le parecía “un lúgubre sistema de
celdas y un horrible disparate”. Tenía entonces la sensación de que la vida era
sólo “un fragmento de la existencia” y lamentaba que la razón crítica hubiera
hecho desaparecer el sentido de la trascendencia, dado que el individuo moderno
sólo se identifica con su parte consciente.
Mantuvo cierto escepticismo respecto a los
mitos, de los que “no podemos saber si tienen alguna validez por encima de su
valor de proyecciones”, e insistió en la fragilidad de las certezas y lo
limitado de la condición humana. Le interesaron los fantasmas, pero dejó
abierta la cuestión de si debían identificarse con el muerto o eran una
proyección del vivo.
Tenía claro que tras la muerte no se desvelaba
el enigma de la existencia, pues los muertos preguntaban como nosotros, y
aunque admitió que no todo el mundo necesitaba la inmortalidad, creyó necesario
formarse una opinión sobre el asunto. Renunció a poner por escrito sus
“revelaciones”, reconociendo simplemente que vivía en un mito que le permitía
plantear dichas cuestiones. Jung tuvo claro, como el budismo, que somos el vector donde confluye el patrimonio de nuestros antepasados y
que, cuando muramos, nuestros hechos nos seguirán. Que nuestra psique continúe
existiendo tras la muerte no implica necesariamente que algo de nosotros se
conserve eternamente. Asumió que cada ser humano es una pregunta dirigida al
mundo y que él debía aportar su propia respuesta.
Investigaciones experimentales. Obra completa. Volumen 2. Carl Gustav Jung. Traducción de Carlos Martín
Ramírez. Trotta, 2016. 680 páginas. 52 euros.
La Obra completa se compone de 18 volúmenes (dos de ellos dobles).
Juan
Arnau, ensayista, astrofísico y
doctor en filosofía sánscrita, es autor de La invención de la libertad (Atalanta).
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