Cruz
Las enseñanzas
de Jesucristo a través de su modelo de “Vida, Pasión, Muerte y Resurrección”, logran
transformar la conversión de apariencia, en una conversión de vida y obras
reales. El Evangelio no es letra vacía, sino fuente inagotable de sabiduría y
acción. La comprensión de la “Paradoja de la Cruz”
y todo lo que involucran las “Siete
Palabras”, conllevan a reencontrarse con Jesucristo, centro y
sustento de la vida y salvación eterna.
“Padre,
perdónalos que no saben lo que hacen” (a)
Le acaban de crucificar
injustamente, violando todos sus derechos, traicionado e insultado, está
viviendo un dolor inimaginable. Resulta insólito que Cristo desde el suplicio
de la Cruz, se apure a pedir perdón para los que le han llevado a la muerte. Pone
en práctica sus propias palabras, amen a sus enemigos, rueguen por los que los
persiguen: “Padre, perdónalos porque no
saben lo que hacen”.
¿Acaso quienes los que lo
condenan no sabían lo que hacían?, ¿ni los sumos sacerdotes, ni Herodes, ni
Pilatos? ¿Acaso Judas que lo acompañó durante tres años no sabía lo que hacía
cuando lo vendió por 30 monedas? La misma multitud que presenció sus milagros,
prefirió soltar a un delincuente convicto y confeso como Barrabas, ¿no sabían
lo que hacían? Como va hablar Jesús de ignorancia, de que no saben lo que
hacen, pero Jesús que compartió nuestra naturaleza humana sabe hasta qué punto
el humano es capaz de segarse a sí mismo bajo el influjo de sus pasiones y se
vuelve ignorante ante todo lo demás: culpablemente ignorante.
Judas quiso convencerse
que estaba haciendo bien a su pueblo. Pilatos quiso convencerse que cuando se
lavaba las manos se limpiaba de un error que no era suyo. Los sumos sacerdotes
quisieron creer que estaban defendiendo al pueblo judío. Todos quisieron
convencerse que crucificar a este hombre,
bondadoso e inocente, era lo mejor para sus intereses. Esta ceguera es
la más alta de las tragedias humanas. Reflexión
1: ¿Cuántas cegueras han acompañado a lo largo de la vida
y han llevado a ser injusto, cruel e indiferente con los hermanos?
En estos momentos Jesús
vislumbra la eternidad, en el horizonte de los tiempos ve avanzar hacia si la
inmensa ola de los pecados del mundo formada por todas las blasfemias,
impurezas, lenguas profanadoras, odios. Ola que crece levantada por los vientos
y estrellándose contra la cruz. Tiene
razón el evangelista cuando dice en Juan 3, 17: “Porque no envió Dios a su
Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él”. Por ese destino está clavado en la Cruz y no
tiene otras palabras que las del perdón. Es para el mundo entero que está
pidiendo perdón. Allí crucificado, viendo al Padre indignado contra los hombres
intercede ante Él y oculta a todas las criaturas detrás de su santísima
humanidad, poniéndonos a salvo, para
que el Padre mirándole a él, no nos cierre las puertas de la salvación. La
primera palabra de su testamento no es una condena, hay solo perdón. No era en
definitiva la salvación del mundo entero, la clave radical de toda su vida, la
primera y última razón de su muerte. Reflexión
2: Aprendamos de Jesús, y perdonemos a
todos aquellos que nos han ofendido, injuriado, insultado. Pero a su vez,
pidámosle perdón a todos aquellos que también hemos maltratados con nuestra
palabra o proceder.
“Hoy estarás conmigo en paraíso”
Miremos el calvario, hay
tres cruces, hay tres hombres en cruz. Uno que da la salvación, otro que la
recibe y un tercero que la desprecia. Para los tres la pena es la misma, pero
todos mueren por diversa causa. Los dos crucificados con Jesús gritaban,
chillaban, insultaban. Allí había un
brutal realismo, carnicería, sangre, gritos, pero ¿quiénes eran estos dos
malhechores que estaban junto a Jesús. Se les han atribuido diferentes nombres,
Dimas, Gestas, son los más aceptados. Ambos
criminales, culpables de delitos.
Tenemos a Gestas, uno de
los malhechores que pendía en la cruz. Blasfemaba diciendo, no eres tú el
Cristo, sálvate a ti mismo y sálvanos a nosotros. Esas palabras llenas de rabia
quedaron sin respuesta por parte de Jesús. El otro de los malhechores en medio
de su horrible dolor fue llegando a tres conclusiones importantes: 1era) que merecía un castigo por
sus fechorías; 2da) que el hombre que estaba a su lado era inocente, y aun
cuando no merecía esa condena se
encontraba sereno, no se revelaba ante esa muerte injusta. Por ultimo su duda
se convirtió en certeza, él es el Mesías prometido, y así pronunció estas
palabras: “acuérdate de mí cuando estés
en tu reino”.
Conoce el buen ladrón la
majestad de Cristo. Es realmente
admirable como este delincuente se convirtió al cristianismo clavado desde una
Cruz. Estas sorprendentes palabras van a obligar a Jesús a responder en medio
de su asfixia: “en verdad te digo, hoy
estarás conmigo en el paraíso” (Lucas 23, 43). Esto solo viene a ratificar
las palabras que antes había dicho: “A
cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le
confesaré delante de mi Padre que está en los cielos” (Mateo 6, 32).
Reflexión
3:
Y Dimas como tantos más, ha sido
rescatado de la condenación por la infinita misericordia del Salvador. Todos
somos pecadores, pero Jesús vino a enseñarnos el camino para llegar al reino
prometido, donde no existe el pecado, ni el dolor, ni las lágrimas. Sigamos el
ejemplo de Dimas, volvamos el rostro hacia el crucificado, y tomemos el camino
que él nos ha señalado para conducirnos de su mano al reino de los cielos.
“Mujer,
ahí tienes a tu hijo”
Es el momento en que
Jesús le va hacer el gran regalo a la humanidad. El que nada tiene, desnudo
sobre la cruz, posee aun algo enorme, una madre que se dispone a entregárnosla.
Es a través de San Juan presente junto con la Virgen María a los pies de la
cruz que nos transmite esta tercera palabra. En este momento Jesús fija sus
ojos en su madre. María se encontraba ahí firme al pie de la cruz, desgarrada
por el dolor, pero entera y dispuesta a asumir la tremenda herencia que ahora
su hijo le hace. Ahora serás madre de todos los hombres: “Mujer, he aquí a tu hijo”.
La presencia de María al
pie de la cruz tuvo un significado doble. Él sabía del dolor que sufría su
madre y a su vez la dulzura de su presencia junto a él. Y así siente
desgarrarse nuevas olas de su corazón. El dolor se multiplica así como en una
galería de espejos. En este momento crucial, Jesús eleva a María al rango de
madre de la humanidad. Aquel pequeño grupo al pie de la cruz es la iglesia
naciente, y en esta iglesia María tiene un puesto único.
Cuando se dirige a Juan le dice “he aquí a tu
madre”. Es obvio que las palabras de Jesús no son una simple preocupación por
el bienestar material de su madre. Además, Juan ya tenía madre, ¿para que darle
una nueva? Es claro que se trataba de una maternidad distinta y que Juan no es
únicamente el hijo de Zebedeo sino algo más. Representaba a la humanidad
entera. Es el gran legado que Cristo concede en la cruz a la humanidad. Una segunda Anunciación, solo que esta vez no
es el Arcángel Gabriel sino su propio Hijo que nos hace hijos suyos. Ella
aceptó al igual que aceptó hace 33 años. De ahí que la sangre del calvario
tenía un extraño sabor a recién nacido, es más lo que allí nace que lo que allí muere.
Reflexión
4:
No desaprovechemos este gran regalo que
Jesús nos deja en su testamento. María, nuestra madre es fuente de bendiciones
y es guía inestimable en el camino que conduce a la presencia de su Padre.
“Dios
mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”
Si tuviéramos que elegir
entre el Evangelio una palabra desconcertante por encima de todas, tendríamos
que elegir esta, que durante siglos ha sido motivo de estudio y polémica.
Imaginemos el silencio
del calvario. Un hombre casi muerto y de pronto desde sus pulmones sale un
grito, con un esfuerzo que parecía imposible. Se incorporó en la cruz y gritó,
no habló sino gritó, “Elí, Elí, ¿lama
sabactani?” (Mateo 27:46), es decir, “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has
abandonado?”. La muerte se acerca, ya casi no le queda sangre, ya casi no puede
respirar. Estaba solo con su dolor. Todos morimos solos, incluso cuando estamos
rodeados de amor, con mucho que el agonizante tienda la mano y se aferre a otra
mano, sabe que allá en el interior donde se dirime el último combate, estará
solo,
Gritó, ¿por qué gritó?,
¿qué nuevo género de tormento es este? Había sudado sangre sin gritar, había
sufrido la monstruosa flagelación sin gritar, había sufrido sin grito cuando
fue traspasado por los clavos. ¿Por qué grita ahora cuando ya solo falta
terminar de morir?
Esta pregunta trajo de
cabeza a muchos. ¿Cómo el Padre pudo abandonar al Hijo si ambos son un único
Dios? ¿Cómo pudo alejarse la divinidad dejando solo la humanidad de Cristo? ¿Puede el Hijo de
Dios quedarse sin Dios? ¿Acaso la ausencia de Dios no es el mismo infierno?
Para algunos teólogos es en este momento en que Jesús desciende a los
infiernos, padeciendo los tormentos espantosos que deben de sentir los
condenados. Sin embargo, Jesús en la cruz
no estaba en ánimo de decir metáforas. Si él dice que su Padre lo
abandona es porque de algún modo lo abandona. De un modo que quizás nosotros no
podamos comprender. El hecho es que experimentó una sensación de lejanía.
Pero, ¿cuál es la
dimensión y sentido de esa lejanía? La clave del misterio es que en este
momento Jesús estaba asumiendo todos los pecados del mundo, porque aquí no solo
se trata de morir, se trata de algo infinitamente más grave. Se trata de algo
tan terrible como que Jesús, Dios y hombre verdadero se haga pecado. “Al que no conoció pecado, por nosotros lo
hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él”. (2
Corintios 5, 2)
Jesucristo
no había sido nunca pecador, pero en este momento se experimenta pecador.
Entonces qué tiene de extraño que el Padre se alejara, ya que el Padre no puede
convivir con el pecado. Por eso podemos decir que Jesús experimentó todos los
dolores que en el infierno pueda sentir un pecador. Pero sus dolores no fueron
de pecador sino de Salvador. Ahora es cuando en verdad el sin pecado se hace radicalmente uno de
nosotros. Por eso grita. Ese dolor es más agudo que el de todos los de la
carne. Su grito no es desesperación, es la esperanza de la luz que se abre paso
en la oscuridad, para traer la vida al mundo entero. Reflexión 5: ¿Dios nos
abandona o nosotros nos alejamos de Dios?
“Tengo
sed”
Jesús no había
bebido nada desde la noche anterior en la última cena, no le quedaba casi
sangre, estaba deshidratado: una sed inimaginable. Jesús habla de una sed
física, es la prueba definitiva que está muriendo de una muerte verdadera, de
que en la cruz hay un hombre no un fantasma.
Pero también experimenta Jesús la sed de almas. Ve dentro de su
conciencia el drama de su redención despreciada. De saber de antemano, que para
muchos, este dolor será inútil: la condenación eterna. El hecho que muchos
puedan despreciar su amor, es la causa suprema de la indecible agonía del
Salvador. Sin embargo, tiene una infinita esperanza de almas que logren la
felicidad eterna, y también clama por los más necesitados, los desposeídos, los
abandonados que están sedientos de justicia, caridad, amor y solidaridad.
Reflexión
6:
¿Nosotros en la actualidad calmamos la sed de Jesús? ¿Cumplimos el mandamiento
que nos dejó en su testamento: “ámense los unos a los otros como yo los he
amado”? No es una solicitud, es un
mandato. Solo así podremos calmar su sed…
“Todo
está consumado”
Pronto será las tres de
la tarde. Jesús se reconcentra y dirige una mirada a su vida. Ahora puede
concluir que todo está cumplido. Comprueba que todas las profecías que sobre él
se habían dicho se han cumplido. Y sobre
el alma de Jesús desciende la paz. Vino al mundo a cumplir una misión y lo
había cumplido todo. Su obediencia al Padre ha sido absoluta. Y con su cuerpo
destrozado, con su cuerpo maltrecho, se presenta ante el Padre como sustituto
del hombre maltrecho. Jesús a los 33 años había cumplido con todo en su vida,
no necesitaba de un día más. Todo está consumado. Es un grito de victoria.
Sobre el fondo negro de la humanidad pecadora está el retrato del libertador
del mundo. En verdad todo está consumado.
Reflexión 7: Nosotros también
tenemos una misión que cumplir en este mundo. Y al terminar ésta vida podemos
también exclamar: ¿hemos recorrido el camino por la senda que Jesús nos trazó?,
¿hemos cumplido?, ¿todo está consumado?
“Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu”
Solo faltaba morir,
despedirse del mundo, encomendarse al Padre. “Todos los hombres nacemos para
vivir, solo uno nació para morir”. El humano teme a la muerte. Todos sentimos
terror cuando sacude con su látigo a uno de los nuestros. Sin embargo, para el que cree en Dios, morir no es saltar
al vacío, ni entrar a la oscuridad. En realidad es que solo ponemos la cabeza
en su sitio, en las manos del Padre. Cae la vida, todos caemos, pero alguien
recoge estas caídas con sus adorables manos. Las manos de Dios son salvación.
No están hechas para condenar sino para salvar. Si alguien se condena es solo
en la medida que huye de las manos de Dios.
Esta es la gran revelación de su luz. Por eso Jesús muere tranquilo, ya sabe en
quien está poniendo su cabeza. Acabó su combate, es hora de descansar. Reflexión 8: Si de algo estamos seguros
es que vamos a morir, ¿qué pondremos en las manos de Dios? Riquezas, honores, placeres.
Procuremos que al llegar el momento de la muerte nuestras manos estén cargadas de obras de amor y
caridad, y podamos decir: “Padre, en tus
manos encomiendo mi Espíritu”. (Salmo
30)
(a) Referencia: Las Siete
Palabras. El testamento de Jesús. TV Familia.
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